La humedad se alza desde la piedra fría del piso, en un sutil aroma penetrante se dirige a mis narices cual si fuera un fantasma corpóreo venido de las profundidades. Dejo, sólo por un breve momento, de tomar mi cansada pluma y cierro despacio los ojos. Pareciera que este aire grisáceo penetrara en mi interior llenándome de una extraña quietud, hasta diría reconfortante. Entonces lanzo mi mente a una perecedera meditación, en este tiempo en que recupero mi extenuado aliento.
Siento mi cuerpo como si cupiese en una de las ranuras de la pared. Entrara, flácido de dolor, en cualquier espacio de este recinto perdiéndome en formas ajenas. Creo poder desaparecer en una palabra, en un sonido o en una letra. Estaría escrito como frase sencilla en cualquier superficie que me
permitiera poner mi nombre, aunque sea una vez. Soy una idea de mí mismo, un laberinto de pretextos y reflexiones que se abalanzan en pugna por ocupar un mismo lugar. Ya no es carne lo que cubre mis huesos, no es sangre lo que corre en mis venas.

No me va ha dejar salir todavía. Escucho los sonidos de sus pesados pasos venir desde el otro lado de la pared. Música monótona que se repite desesperantemente una y otra vez, sonidos secos invaden la extensión completa de este lugar. Aunque no le vea sé que esta presente, ronda en la perpetu
idad de las horas para asegurarse que permanezco aquí. Pero, a pesar de todo, esta noche siento ser libre.
Si al menos tuviera un reloj, podría tener una noción del tiempo. De lo que estoy seguro es que es de noche. Desde el alto ventanuco de enfrente ya no veo las luces violetas del atardecer, se han ido, esos violetas que una vez creí tener.
Cada vez me tiene más tiempo aquí. Hoy me despertó cuando no creo que haya dormido tres horas. Me está haciendo desfallecer, cada vez atenúa el jornal de manera increíble.

Soledad es un estado entre dos mundos, habita entre los sueños más anhelados y las ansias más hirientes. Nada puedo conocer que el haber vivido acogido entre sus manos azules, cobijado debajo de su cálida frialdad. Aquí he respirado mi existencia, aquí he dormido los días y las noches hasta donde la memoria alcance a saber.
Al último de mis compañeros el viejo se lo llevó hace unos años atrás. Seguramente al salón del edificio del frente. No sé porqué esta tan empeñado en dejarme solo. Tanto es el rencor que me guarda. Parece que los años no corren para él, mantiene encendida la pira del odio como si hubiera
sido el primer día que la prendió.

Pero espero paciente a que llegue, pues esta será la última vez que me humilla. He llegado al final de un trabajo secreto, el cual me ha llevado cuarenta años terminar. Hoy es la ocasión, desde detrás de mis hombros los veo aparecer, uno a uno se están manifestando. Si tuviese unos días más, hubiera podido expandir su cantidad hasta los confines del mundo.

Hoy, por primera vez, creo poder dejar de ser sólo yo.


Cuando llegué al monasterio era un niño. Recuerdo a una mujer, era hermosa. Nunca me quisieron decir si era mi madre, mas yo siempre lo he creído así. Yo la miraba cuando nos paramos ante al portón de madera y ella conversaba con el viejo. ¿Qué le habrá dicho? Quizás desde ese día él me odie. El movimiento de sus labios profería dolor, ella tomaba mi mano y yo seguí mirándola. Mi vida empezó desde ese instante, lo único que recuerdo
de fuera de este lugar es cuando esa mujer me trajo. En mis oraciones siempre pido porque su aflicción, esa que manifestaba ése día, haya muerto. Cuando terminó de dialogar se volvió a mí, se agachó un poco y vi el color gris de sus hermosos ojos. Siempre la confundo con las más bellas imágenes de santas y ángeles. Cuando tengo oportunidad de poder contemplar algunas de esas efigies, pierdo el tiempo tratando de adivinar en las formas de las esculturas los rasgos de su rostro, intento descifrar los diseños de su pura belleza. Lo hago en secreto ya que, cuando le divulgué esto en confesión al abad, por seis días me tuvo de rodillas ante la imagen de la cruz. Lo único que ella hizo fue darme un beso en la frente y me susurró al oído algo que no comprendí. La vi irse, por el camino que sale hacia el pueblo. No podía creerle que se fuera, esperé que se diera vuelta y me lleve consigo nuevamente. Recuerdo que luché con el viejo para que no cierre las puertas detrás de mí, mas cuando éstas se cerraron nunca más volví a salir.
¿Dónde estás? Es un interrogante que no dejo de repetirme, justo ahora que se aproxima mi, nuestro, fin. He aprendido que la pregunta más dolorosa del mundo, esa que hiere con espada fría, sea el preguntarse qué estará haciendo en ese instante el objeto de la año
ranza. Una esclavitud espantosa es llenar constantemente los pensamientos con estas dos palabras, letras que forman una incógnita que se graba en relieves de mármol en la razón languideciente. Una y otra vez, golpeando a cada latido del corazón. Jamás sabré a dónde fue esa mujer de aquel día.

Sin elección me transformaron en copista, de en adelante mi vida sólo fue escribir las letras que el viejo me enseñó a hacer, copiarlas de libros a pergaminos que seguramente serán transformados en otros libros. Nada conozco sobre los contenidos que encierran las innumerables obras que pasaron por mis manos, pues a ninguno de nosotros se nos enseñó a leer. Es por eso que para mí el significado de las letras es un misterio. Su número es determinado y sé que transmiten sonidos. Algunas son más grandes, otras chicas. Derramo sobre los pergaminos trazos y trazos de tinta todos los días. Detrás de mí el viejo ha puesto unos tonelillos llenos del oscuro líquido. Quizás esta sea otra de las maneras que tiene de atormentarme, quiere que vea que la tintura nunca se acabará.

Hace muchos años, cuando éramos varios en el lugar, recuerdo a un jovencito que trajeron como copista. Había tomado sus votos hacia poco, y todavía no estaba habituado a la vida monástica. Me dijeron que afuera la vida es más veloz, que las situaciones cambian día a día y no es posible seguir una rutina. Sea entonces, quizás, que de los que habitan las ciudades no se salvaran el día del juicio, como nos dice el abad. Pues carecen de la capacidad de reducir sus conductas a la disciplina de la obediencia y la servidumbre. Por eso es que cuando viene gente nueva, como lo fue aquella vez ése joven, los vemos acongojados y como deseando fervientemente hacer algo distinto a nuestros deberes y contemplan asustados el escaso alimento que nos sirven. Sé que a ellos, los que moran en las afueras de éstas murallas, sufren al tratar de combatir la naturaleza débil de la carne. Éste doncel sólo estuvo dos meses entre nosotros.
Era evidente que al viejo este joven le caía mal, así que al poco estar le entregó un libro, el mismo que ahora tengo delante de mí. Poco alcancé a ver de aquella vez, ya que el anciano apartó al
novicio al fondo, agregándole a su trabajo varias horas más. El muchacho se quejaba ante algunos de nosotros de que las letras y símbolos de la obra que le habían entregado eran imposibles de copiar. Pasó algunos días describiendo trazos inciertos con manos temblorosas. De en adelante observamos que su rostro había alcanzado la simiente de un cadáver, como si su trabajo habíale devorado la atención por completo. Más adelante no habló y sólo atinaba a balbucear algunas cosas incomprensibles cuando alguno le intentaba preguntar algo. Todo terminó cierta noche, cuando escuchamos violentos gritos provenir desde la sala de los copistas. Al parecer el viejo había descubierto que el joven estaba leyendo.
Lo que más tengo presente de él eran sus ojos temblorosos la primera vez cuando entró en el salón, como si tuviera pánico de ingresar a esta penumbra en que la escasa luminosidad proviene de tímidas velas. Ésa misma última noche escuchamos sus gritos cuando le quebraban las piernas. Al amanecer vi esa misma mirada del primer día, cuando lo llevaron al patio para arder en la hoguera.

Así, todo empezó para mí cuando el maldito trájome ese libro.
Todavía hoy estoy confundido, y lamento que nunca sabré la verdadera razón por la cual se me
dieron estos escritos. Sé que mi existencia no se ha de prolongar mucho, y que el próximo alba será el último que veré con estos ojos mortales. Nada de esto fue una casualidad, cuando casi medio siglo atrás mis manos, aún jóvenes y esbeltas, tocaron las hojas misteriosas que robaron mi razón y mi ser por más de la mitad de mi vida. Él supo desde siempre la tarea prohibida a la que me encomendaba, y así pudo encaminarme a mi propia perdición. Más no lamento lo sucedido. Ya que, aunque él no lo haya previsto, me ha dado la ansiada llave de mi libertad.
Nunca hubo la intención de que el copiar dicha obra tenga utilidad alguna. Sólo fue la maldad la que me trajo este libro. Estaba escrito en letras que para mí eran desconocidas, no revestían ningún parecido con las que estaba habituado. Era una obra voluminosa y con pocas ilustraciones, de las más viejas que había visto y en malas condiciones por la humedad y el polvo. Quién sup
iera cuál fue su origen.

Algunas veces pienso que él no tiene edad. Los años parecen no correr en su semblante. Lo veo com
o el primer día que me recibió de la mano de aquella mujer, los mismos ojos penetrantes y sin vida, la misma facción en su boca que no termina de delinear una macabra sonrisa. Yo he envejecido en el interior de éstas paredes pero el viejo camina por los alrededores como si la existencia le fuera estática. Arrastra en su cintura una nutrida variedad de grandes llaves, que exhibe como una especie de símbolo de su poder. Él es el dueño de la entrada y salida de las habitaciones, del comedor y hasta de este horrendo salón. Siempre que salga yo, él esta detrás de mí cerrando la puerta que abandono, como el primer día en que llegué y trabó esa cerradura que jamás vi abrirse.

La tapa del libro estaba forrada por una vieja tela de color marrón y en muy mal estado, algunos jirones de ella se desprendían dejando ver la madera que había debajo. En un detenido examen di en cuenta de que el color original del revestimiento había sido púrpura, y que el paso inexorable de, seguramente, siglos, habíale dado su actual aspecto. Por título parecía que alguna vez tuvo letras bordadas en oro, pero era imposible descifrar qué pudo estar grabado allí, ya que sólo unos poco hilos dorados daban testimonio del otrora diseño. Sin embargo, abajo de lo que fue el título, pude descubrir algo. Esta vez, bordado de hilos negros, lo que hacía muy difícil su discernimiento en el fondo de gastado color marrón, apenas se distinguía un dibujo alargado que llegaba hasta la base misma de la tapa. Acaricié muchas veces con la punta de mis dedos aquel grabado, como si estuviese enamorado de las sabias manos que lo hicieron. Y lo más próximo que pude deducir es que fuese la figura de ¿Una flor? ¿Un dragón?
Al abrir el libro pude apreciar por primera vez la calidad de las hojas que lo componía. Todas las fuerzas dañinas de la naturaleza no habían podido corromper la apacible superficie de su diseño. Todavía estaban visibles, de manera clara, las letras elaboradas allí dentro. Eran pergaminos de gran
calidad, pero a la vez muy delgados. Además despedían un aroma suave que traíame algunos vagos recuerdos que no podía deducir claramente. Era como si hubiera estado familiarizado con su olor y despertaban en mí nostalgias hirientes. Todo lo que diré sobre ésto es que dejé hace mucho tiempo de pensar sobre el origen de los pergaminos, ya que una espantosa idea nacida de mis reflexiones hízome dejar de lado los pensamientos. Temeroso que las sospechas de la criatura que dio su piel para confeccionar las hojas haya sido la que supuse.
Lo primero que diré es que la obra presentaba una contradicción. Pues eran dos los lenguajes, o tal vez sólo diferentes alfabetos, los que estaban cobijados en su interior. Primero pasaré a describir el que estaba disperso en la mayor parte del libro. Eran letras que fácilmente hubieran podido pasar por idénticas a las que trabajábamos en el monasterio. Pero al verlas detenidamente pude saber que no eran las mismas. Un sutil contraste daba cuenta de la diferencia. Hubiera podido ser un lenguaje distinto o no, pero lo cierto es que la persona que las escribió utilizó otros símbolos para transmitir su mensaje.
Pero lo que más llamó mi atención era la forma en que estaban distribuidas las letras. Se apilaban en un orden de siete líneas, luego de cinco y por último de nueve, y seguía este formato por toda la extensión de las más de seiscientas hojas. Siempre con un uso ordenado del espacio que las hacía caber armoniosamente. Comparaba los símbolos y me di cuenta que no eran idénticos, o sea, de que no eran las mismas letras que se repetían en cada párrafo de siete, cinco o nueve. Pero siempre, en todas las terminaciones de las líneas, había tres letras que eran idénticas. Así, en cada uno de los párrafos, había un idéntico final. Las palabras que contenían éstas tres letras eran siempre diferentes, lo cual era de simple deducción al contemplar que las
primeras letras de la última palabra de las filas eran diferentes, pero siempre terminaban con las tres idénticas letras. Este hecho se repetía en el primer párrafo de siete, luego continuaba de la misma manera en el siguiente de cinco para repetirse en el último de nueve. Conocía vagamente la noción de lo que era el verso de la poesía, y es por eso que sabía un poco lo que era la rima con las palabras. Entonces supuse que cada orden de los tres párrafos de siete, cinco y nueve eran como estrofas de algún canto o poema. Por la pequeñez de la confección de las letras en cada hoja, escrita en el adverso y el reverso, cabían perfectamente tres de ésas estrofas. Repitiéndose este orden desde el principio al final sin variar de ninguna manera. La exquisita perfección en la confección de las letras era sumamente admirable, no habiendo el más mínimo defecto tanto en el tamaño y la forma de cada uno de los símbolos fonéticos como en el espacio en el que estaban dispuestos.
Por las descripciones que hizo aquel joven, el que tuvo para sí este libro por primera vez, concordé que eran éstas las letras que lo habían desvelado. Ahora, parecía que era mi turno el perderme en la complejidad de la obra. Hubiera sido humanamente imposible transcribir con tal fina perfección sus extraños diseños, y esto quizás es lo que martirizó al otro copista. Pera la diferencia constaba en que a mí no me molestaba en lo más mínimo alcan
zar la superación en mi labor, ya que habíame desentendido de las enseñanzas y valores de éste lugar. Trabajaba todos los días sólo por cuanto no conocía otra manera de vivir, y soportaba serenamente los latigazos y demás flagelaciones del viejo cuando él juzgaba de poco mi trabajo.
Mi último compañero, hace mucho tiempo atrás, díjome que este alfabeto había sido inventado por un antiguo monje, y que un pueblo que habitaba en las proximidades del monte Ararat las seguía empleando hoy en día como manera de comunicar su lengua.
Quizás otro hubiera sido mi destino si mi trabajo personal hubiera sido el descifrar lo que éstas primeras letras decían; hubiera podido leerlas tal como, quizás ése joven lo hizo. Parecía ser un trabajo más fácil y agradable. Pero mi naturaleza jamás fue la misma que la de otros. No fueron los melódicos versos los que captaron mi interés, no lo fue. Sino que mi atención se desvió a algo que aquel joven nunca mencionó: Los dos grabados y la tabla que se hallaban perdidos en el interior del libro.
A pesar de que hubiera sido mucho más simple entender las estrofas que sumaban veintiuna líneas, nada me sorprendió más que las tres única
s hojas impresionadas sólo en su lado reverso y que contenían el misterioso segundo alfabeto.
Desde que me fueron entregados éstos aciagos escritos, el viejo de a poco fue retirando a mis compañeros. Los vi cruzar la puerta cada noche hasta que una vez tuve por sola compañía el sonido de mi respiración junto al de los pasos inciertos provenientes de detrás de la pared. Nunca más tuve un lugar aquí, y mi aislamiento fue tal que siquiera el viejo atravesó las puertas para fijarse en el progreso de mi trabajo.
Pero querría describir los tres grabados que hallé. ¿Habrán sido partes del resto de los escritos? Si sólo me hubiera empeñado en descifrar las estrofas podría ahora responder esta pregunta. Primero diré sobre las hojas donde hallábanse dibujados los grabados. Eran unos pergaminos aún más admirables que el resto, de una finura extrema y del peso de un cuarto de una diminuta pluma. Tomada una hoja por separado parecía ésta flotar sobre la palma de la mano, y se contoneaba delicadamente a la más breve brisa nacida de mis pulmones. No tenía un color dominante, sino que era de un blanco gastado, cual tela de araña, y, lo más admirable, de una enigmática transparencia borrosa. Ver a través de una de éstas hojas era como vislumbrar un objeto en el fondo de un jarrón de agua limpia. Además, valga mencionar,
su superficie no era pura, aunque si de una lisura primorosa. Resulta que las hojas presentaban numerosas líneas apenas distinguibles, pues se remarcaban sutilmente en un blanco diáfano y se distribuían de tal forma, que dibujaban el aspecto de una tupida rama de árbol carente de follaje. En todo este lapso la mejor comparación, aunque mediocre por cierto, que he podido hacer sea la de un ala de murciélago blanco visto a trasluz del sol.
Ahora sí detallaré lo más admirable de todo, esa visión que he contemplado incansablemente y que nunca ha dejado de embelesarme y sorprenderme: Los tres grabados. Los dos primeros eran dibujos, si es que tal procedimiento de trabajo hubiera sido lo que grabó esas obras en los delgados pergaminos. Digo ésto porque las figuras allí visibles eran de una fidelidad tal que parecían estar vivas. En efecto, los dos dibujos representaban una mano humana. No sé como decirlo, pero la representación de esta extremidad era de tal manera que parecía ser más real y creíble que si hubiera visto las manos mías con mis propios ojos. Era vida lo que estaba plasmado allí, cada detalle adquiría una dimensión tal que la visión general de las figuras ya daba la percepción de los más mínimos detalles. No había necesidad de detenerse y aproximar la vista para apreciar con detenimiento los minúsculos trazos de la piel, la mirada rápida ya anonadaba y colmaba la mente de tal manera que confundía.
El primer grabado era de una perfecta mano vista desde su parte superior. Maravillábame al ver los rasgos dinámicos de los tendones, junto a los caminos de las venas apenas discernibles entre los detalles de los pliegues rugosos de la piel. No hubo necesidad de pon
er color a este diseño, pues el sólo sabio uso del negro era suficiente para traer a la realidad lo que la fantasía plasmaba en lo inerte. La segunda hoja mostraba la misma mano, pero vista desde su parte inferior, en que la leve curva de los dedos hacían que éstos parecieran querer salir de la hoja y tomar el rostro de quien los viese. Pero la ilustración de esa parte del cuerpo humano no era lo único que colmaba el pergamino. Amontonábanse una cantidad inaudita de minúsculas letras y en esto he de detenerme un poco, ya que el desciframiento de éstos símbolos fue la mayor empresa que emprendí. Según la lógica de su caligrafía éstas letras habíanse escrito no de izquierda a derecha, sino al revés. Además no dejaban un espacio entre sí, sino que estaban unidas en su parte superior y se separaban sólo cuando terminaban de formar una palabra. Éste era un alfabeto del cual nunca había escuchado siquiera resquicios de su forma de escribir. Así, en cada espacio en que la figura de la mano no ocupaba la hoja, éstas letrillas hacían uso de todo sitio en que pudieran estar. También unas líneas salían de algunos párrafos indicando a qué parte de la mano referíanse cada una de las oraciones. La sensación que me dio, fue que las figuras trazadas flotaban en un aire habitado por estas grafías, y, que al más leve movimiento de la mano estampada allí, las letras sólo se correrían un poco para acomodarse dentro del pergamino.
Imposible entender el significado de éstos escritos, pues era evidente que las letras indicaban la forma de entender los dibujos, pero al no saber leer ese lenguaje era qu
imérico saber nada más. Y jamás hubiera podido hacer mayores progresos a no ser por la tercera hoja, ésta era la tabla.
Llámola así pues ésta era la que me permitiría encontrar el sonido a cada letra. Era un texto efectuado para ayudar a comprender la escritura, aunque no el lenguaje. Allí estaban, dispuestas en un círculo en forma de espiral las treinta y seis letras del alfabeto. Digo que era un círculo en forma de espiral por lo siguiente: El principio era una línea que salía del centro de la hoja y se extendía hacia arriba hasta llegar a una letra, pero, en su el camino, la línea estaba escrita con la explicación concerniente a cada símbolo. Inmediatamente seguía otra línea que terminaba en otra letra, pero ésta línea era ligeramente más larga que la anterior. Esta diferencia en la extensión era casi imposible de notar a primera vista, pero al acumularse una y otra línea se distinguía que las letras se iban alejando del centro. Así, al llegar a la última, ésta se ubicaba al lado de la primera pero más arriba, dejando un espacio abierto y no cerrando el círculo; dando evidencia que, si otras letras se hubieran agregado a éstas, hubieran dibujado un espiral que se expandiría indefinidamente.
Al poco tiempo de ver los dibujos es que llegué a mi decisión. Buscaría, de alguna forma, descifrar el segundo alfabeto y entender para qué eran las instrucciones sobre la mano grabada.

Ahora me duele pensar que no he llegado hasta aquí fruto de mi decisión. No es que mi trabajo no me haya hecho progresar, ya que éste ha sido magnífico y ha dado más frutos de lo que hubiera podido soñar. Lo que sucede es que sé que he sido inducido para tomar este rumbo. Sí, de cierta forma, he sido usado. Pero eso de nada servirá a los propósitos de otros, ya que nadie ha de arrancarme los secretos que he revelado, y estos conocimientos se irán conmigo junto con todos nosotros, pues sé que ellos tampoco hablarán.

Así, una vez arranqué los grabados del resto del libro y los escondí debajo de mis ropas. A la vez me dediqué, por costumbre solamente ya que el viejo nunca se interesó por mi trabajo de en adelante, a copiar con la máxima precisión las miles de estrofas de la obra en pergaminos nuevos. Pasé el resto de mis noches contemplando en privado los grabados y la tabla a la luz de una lámpara de aceite cuando no estaba en el salón. Como supuse, nadie acusó de la falta de las hojas. Todos los días retomaba el trabajo de copista, y me daba cuenta de que el libro estaba, intacto, en la misma posición en que lo había dejado la noche anterior. Pero me hallaba perdido, no sabía cómo debía empezar. Traté de asignarle todos los valores posibles a las letras, un sonido a cada uno de los treinta y seis símbolos, nada podía armar con coherencia. En
tonces entendí que el lenguaje allí representado era totalmente distinto a lo que conocía. Aunque la fuerza de la claridad de los grabados me decían mucho, no hallaba el hilo conductor que me permitiese andar el camino. Tampoco compartí esto con nadie, ya que, mientras pude ver a otros hombres aparte del viejo, guardé riguroso silencio por cuanto peligro había de que me descubriesen algunos. Y hubiérame pasado el resto de mi vida sin poder hacer mayor progreso. Muchos inviernos pasaron. Las pequeñas letras que se amontonaban no las podía entender, nada de lo que conocía me podía dar una pista de su significado. Esos años los pasé perdido, no tenía la menor idea de cómo empezar a descifrar los extraños códices, entonces llegué a pensar que jamás lo conseguiría y creí que nunca daría con su real significado. Pero los años de espera me dieron una oportunidad:
Si bien nunca he leído las sagradas escrituras, tanto porque no sé cómo hacerlo y otro porque nos está vedada, escuchaba sobre ellas todos los domingos en que aún iba a misa, ya que hace varios años el anciano me aisló por completo del resto del mundo.
Cierta vez supo venir el Obispo de Averno hasta aquí, y en su alocución fue que oí algo que me dio la única pista que necesitaba. Sólo fue una frase la que me permitió abrir mis ojos y permitirme tomar otra perspectiva a mi entendimiento. Allí el alto clérigo dio una cita de ese libro. Recuerdo a ése hombre estallar en furia sobre el púlpito haci
endo entender de una terrible herejía que había nacido en el seno mismo de la madre iglesia. Al parecer un grupo de hombres al otro lado del Rhin habíanse desentendido de las directrices del mismo santo padre y renegado de su palabra. Puedo decir que el verlo con las pupilas de color sangre y sudando copiosamente, a la vez que amenazaba con los más creativos suplicios a quienes sean sorprendidos en apostasía, sólo llegó a causarme gracia. Ya había perdido todo resquicio de fe, y nada me importaba qué creyesen otros, sólo lo que creía yo. Pero en ése ejercicio de condenarlos, palabras que no detallaré pues me parecieron inútiles, fue que el Obispo leyó textualmente una parte de las escrituras ante la conmoción de los superiores del monasterio. Si alguien más hubiera sido sorprendido haciendo lo mismo, a la tarde del otro día sus cenizas estarían esparciéndose por el viento. La cita era del libro de Juan de Patmos, el más celado de todos y cual su mismo título estaba prohibido mencionar a costa de perder la lengua. Hablaba sobre veinticuatro ancianos que estaban sentados en lo alto de los cielos, y que eran como jueces y testigos del juicio final. Remarcaba el hombre sobre la primacía de éstos seres que tienen la autoridad de verlo todo y juzgar en nombre del todopoderoso, impartiendo brutal justicia a quienes sean sorprendidos en falta. El obispo quería que, en adelante, todos tuviésemos la imagen de ésos cuarenta y ocho ojos sobre nuestras cabezas.
Si bien jamás he contemplado el mar, ha veces lo he escuchado. En los días de tormenta, el rugir del agua combatiendo con las rocas de la costa puede escucharse cuando atravieso el patio en el trayecto del dormitorio hasta el salón sur de los copistas. Siempre me he preguntado cómo será el vislumbrar una extensión de agua, tan vasta, que los ojos pierden su vista tras el horizonte. Al mencionar el mar el Obispo, recordé el ejercicio de imaginar su forma. Así fue cuando vinieron a mi mente las líneas esplendentes, ésas que se notaban en el tapiz blanco mortecino de los pergaminos. Ése había sido mi error; y si no hubiese trazado el paralelismo entre el mar cristalino como vidrio descrito en el libro de Juan, no hubiese caído jamás en la manera de observar los dibujos: La fuerza del grabado residía, sobretodo, en la conjunción de los trazos grabados en tinta con las púdicas estrías del propio pergamino. Ambos eran uno solo, rasgos que se conjugaban para dar vida al dibujo.

Una calidez reconfortante recorrió mi cuerpo aquella vez, en que estaba sentado en la iglesia del monasterio, junto a otros, escuchando los gritos del Obispo. Entonces un presentimiento hízome querer ver la palma de mi mano en ése momento. Tuve que disimular el terror en medio de la concurrencia, pues lo que vi fue el principio de las revelaciones: Distinguí un lejano rostro humano que se hundía a las profundidades de mi carne, con los ojos serenos y clavados en mí.
Ahora que lo pienso, esto último que relaté, tuvo que haber sido sabido por el viejo al momento de suceder. Pues desde ese mismo día es cuando él terminó de aislarme por completo.
Por los siguientes treinta años, unos diez habían pasado desde que recibí el libro, vendé la mano en que había visto la faz humana. No atrevíme a mirar nuevamente allí, tanto por miedo como por no sentirme preparado. Era como si necesitara leer los grabados antes de poder examinar los rasgos de mi propia piel. Así parecí un herido que ocultaba un estigma en su mano derecha.
La visión de los grabados no fue igual. De en adelante pude apreciar y empezar a comprender su propied
ad. Era un océano de ideas que se mecían serenamente, habitando en la paz que brindaba ese mundo expresado en el pergamino. Allí moviéndose entre el oleaje de los rasgos, acunándose por la atmósfera de las letras, oscilándose a través de la suavidad de las líneas negras plasmadas en tinta; Estaban veinticuatro rostros esperando por nacer, aguardando por mí. Entonces, cierta vez, la noche hallóme descifrando uno a uno los sonidos de las treinta y seis letras.
Las grafías encerraban valores, pero no abstractos como los números. Cada uno de los fonemas expresaban algo en particular. Esto era comprobable en cuanto se combinaban de tal forma que permitían conseguir entidades discernibles y tangibles. El secreto residía en explorar en sus propiedades exactas y tratar de que combinasen de tal forma que hallasen cierto equilibrio. Sin embargo esto se podía conseguir solo a pedazos, ya que las maneras de combinarlas de manera armoniosa eran tantas como la imaginación pudiera hacerlo. El problema residía en llegar a articular los nuevos hallazgos para que pudieran expresar coherencia.
Los rostros hablaban de sí mismos, y eran ellos los que reclamaban poder hablar. Esta era la guía necesaria para hallar, tanto las valores correctos a las treinta y seis sílabas, como las propias palabras que entonaban los rostros.

Una vez entendido, los textos eran incomprensibles. Una multitud de metáforas que parecían carecer de sentido. Expresaban un pensamiento y éste parecía repetirse varias veces más con distintas palabras. Mucho me confundió esto, ya que me enfrentaba a una redundancia que hubiera parecido idéntica en cada una de las frases, pero esto no era así. Lo que querían decir en realidad
era referido a los propios subyacentes, las frases encerraban mensajes idénticos por cuanto los rostros pertenecían a la misma persona. Llegué a esto haciendo una comparación con una de las enseñanzas que nos brindaban aquí en el monasterio. Era referido a eso que llaman trinidad, en que el Ser Supremo se subdivide en tres personas que son, a su vez, la misma. Padre, Hijo y Espíritu Santo se presentan con diferentes caras pero encarnan la misma personalidad. Por eso esos rostros encarnaban lo divisible al contemplarlos pero, a la vez, la indivisibilidad de la persona. Entonces vi surgir desde los adentros de los pergaminos la faz del antiguo maestro. Ellos, los veinticuatro, tomaban una forma única.
Era extraño, de una raza de facciones anómalas, tanto, que hubiera pensado que no perteneciera a la estirpe de Adán. Contemplé sus ojos agudos y su semblante impasible.
Todos estos escritos eran sólo el ejemplo del trabajo de este individuo. Los maravillosos trazos aquí derramados eran sólo el calco de las líneas de su piel, el mapa que ése hombre había usado para multiplicarse a sí mismo.

Lo que he meditado repetidamente es que quizás el propio Juan haya querido transmitir su descubrimiento, y mencionó, al pasar, su hallazgo en el libro donde detalla las revelaciones a las que tuvo acceso luego. Y pudieron ser esos veinticuatro ancianos los que se hayan alzado a los cielos para liberarse de su confinamiento.

Así cumplí con mi deber. Enrollé los dos grabados y la tabla y les prendí fuego. No había sentido ya que los viera.
Entonces pude darme a la tarea de hacer mi propio tratado. Ya no sería un copista imitando la letra que dejaron manuscritas otros, sino sería un escriba que llevaría a cabo su propia obra. Usaría e
l propio mapa de mi piel, plegándolo prolijamente, en un nuevo libro. Allí acondicionaría las nuevas grafías en el diseño de las púdicas estrías que envolvían todo mi tegumento.
Así me dispuse a hacerlo, y fue entonces que saqué la venda de mi mano y miré en mi palma. Todos ellos estaban ahí, esperándome.


Estoy a punto de terminar el tratado y la verdad es que no sé qué es lo que haremos cuando nos descubran, seguramente deberán erigir más postes en el patio y conseguir leña. Si sólo tuviera más tiempo, sé que cada uno de ellos va a empezar en cualquier momento a escribir sobre sí mismo. Pero mi consuelo es ver la cara de sorpresa del maldito viejo, cuando vea que en este salón ahora somos veinticuatro los que escribimos.