El río de ciervos y pumas (cuento)



Sé que los sueños habitan, cohabitan con retazos de una realidad que nos fue propia y a la vez ajena (pues nada de lo que es en este mundo es enteramente nuestro, al menos en estado consciente). Sé que ellos, los sueños, reviven espacios del tiempo de una manera difusa. Pongo el ejemplo de un pintor surrealista, que derrama sobre el lienzo resquicios de ideas, pensamientos para así formar un todo complejo. ¿Pero que es ese todo? ¿Alguien puede decir qué es lo que realmente plasmó Salvador Dalí en “La memoria del tiempo”? Muchas veces he contemplado ese cuadro, y aún más veces lo he interpretado de maneras distintas. Y, más allá de la pedantería intelectual de la mayoría de los críticos de arte (cuya ciencia se define con la misma palabra seguida de “ego”) me he preguntado si ése cuadro quiere ser interpretado.
No hay daño más severo a la razón que buscar la explicación a las cosas. Pues nada es más intrincado y tortuoso que el camino mismo hacia la razón. Muy feliz he sido cuando me he quedado a un costado, mientras veía cómo otros avanzaban abnegados hacia una meta distante, convencido que la mayoría jamás alcanzaría ni la mitad del trayecto. Inclusive tuve la firme convicción que ninguno de ellos llegaría jamás hacia donde deseaban.
En este sentido seguro que, de los que me están leyendo en este momento, ya habrá más de uno que me acusará de cínico. Pero no es así. Yo no creo en el desapego a la vida y las manifestaciones de ella; sino que la amo, de una manera profunda, por lo que me dedico a contemplarla. Quizás, y digo quizás porque aún no estoy cerciorado de ello, lo que estuve haciendo es buscar un atajo. Un camino alternativo que me conduzca no tanto a la meta que multitudes ansiosas persiguen, sino también a encontrar una suerte de sendero alternativo. Alguna esquiva y perdida huella que se adentre por escabrosos terrenos en donde, a cada descanso de mi andar, me permita recoger los símbolos que necesito para interpretar, por ejemplo, un cuadro de Dalí.

Una ciudad destruida, mejor dicho, derruida por un tiempo que la fue sepultando bajo soles, lunas y viento. Aquí nace el sueño que quiero narrar.
La maleza crecía entre las paredes sin techo, y vagas calles empedradas se confundían con el moho y la tierra. Quienes habían habitado este lugar ya no estaban; y la naturaleza pura e inentendible regresaba nuevamente a sus dominios, devorando lentamente todo aquello que los hombres alguna vez habían alzado con sus manos. Por toda la extensión de esta tierra el agua de a poco lo reclamaba todo. En ese lugar, donde la soledad de un atardecer diáfano hacía vibrar aún más los mil sonidos del mundo, me encontraba yo. Desnudo, sobre una piedra que se erguía en espigada orilla hacia lo profundo de un río. Estaba de cuclillas, no observando el cielo sino avizorando el espectáculo de los seres vivientes que se conducían en el profundo lecho de las aguas.
Me recordó esto un viejo episodio de mi vida, una misma y hermosa tarde cuando nadé en un arroyo profundo y perdido en lo más recóndito de la selva misionera. Un día de mariposas y de sentir que pequeños peces mordían mis piernas mientras trataba de llegar hacia una piedra. También rememoré un lugar de mi niñez. La ladera de una pequeña sierra donde, de una lado se extendía un campo de pasturas altas, y del otro una fila de altos árboles todo dividido por una profunda zanja por la cual corría el mismo agua que estaba viendo en ese momento. Como todo sueño, se entrelazaban memorias mezcladas con sentires de una vida.
La punta de mis dedos llegaba a tocar la superficie del líquido, estaba frío. De alguna manera esperaba el momento de abalanzarme hacia delante y seguir la dirección hacia donde iban todos aquellos extraños peces. En Mato Grosso do Sul vi (en un museo valga aclarar) espantosos peces disecados. Con formas propias de esos seres prehistóricos de escamas voluminosas y fauces abisales. Recuerdo sus cuerpos enormes y sus aletas puntiagudas, y todas esas criaturas aún podía encontrarse en los ríos pantanosos de esas tierras. De la misma manera veía esos peces ir e ir hacia una sola dirección. Viajaban zigzagueantes en la misma dirección del río. Denoto también que tenían los labios gruesos y enormes bigotes como tentáculos que arrastraban. De alguna manera empezaba a sentirme un pez y, de un momento a otro, me abalanzaría con ellos para seguir ese rumbo incierto, pero con un final cierto: El infinito mar.
Pero de pronto pensé ¿Qué era la ciudad que estaba a mis espaldas? ¿Por qué el río había nacido allí y ahora estaba yo pobre y desnudo a punto de desaparecer entre monstruos? Sueños dentro de otros sueños. Ya había estado en esa ciudad. Era la misma que había construido con los años mezclando todos los lugares donde había vivido y conocido. Cada edificio, puerta y esquina me traían un recuerdo de otro sueño, sueños y pesadillas viejas. ¿Este sueño hablaba, quizás, de mi muerte?
Nada más tentador que dejar las consecuencias de la vida a aquello que llaman “destino”. Nada más fácil que convertirme en un ser de escamas voluminosas y fauces abisales.

Entonces me di cuenta que estaba equivocado. El río era aún más profundo de lo que pensaba. A lo lejos, apenas nítidos, unos cuerpos atravesaban la corriente de una orilla a otra, aún debajo de los peces que somnolientos nadaban hacia la nada. Ellos, estos nuevos seres, no estaban preparados para vivir bajo el agua, como yo. Precisaban del aire para vivir, como yo. Sólo se aventuraban en lo más profundo para ir desde una lugar a otro, de una orilla a la otra. Distinguí sus cuerpos rígidos y sus cuatro patas que se movían enérgicamente en esos abismos de agua fresca y verdosa. Comprendí entonces que si hubiera seguido viendo a esos peces que me inspiraban temor, y no me hubiera dado vuelta para ver la ciudad en ruinas a mis espaldas, jamás hubiera distinguido no sólo a esos seres que nadaban de una orilla a otra, sino que no me hubiera dado cuenta que el río era aún más profundo de lo que pensaba.
De un lado, cerca de mí, las nuevas criaturas salían del río a adentrarse dentro de la ciudad. Por la otra orilla salían desde las profundidades, mojados, para adentrarse en el bosque de altos árboles y la pequeña sierra tupida de vegetación. Como innumerable era el número de peces, también eran innumerables el número de ellos. Eran ciervos y pumas que hacían un camino sin fin. No dejándose llevar por la corriente eterna y constante del río, no siguiendo esa ruta pétrea de los peces como si de un destino trágico se tratase. Sino yendo desde una ciudad muerta hacia la espesura del bosque y viceversa. El río sólo era un momento de su camino, no el rumbo innegable que debían seguir.
Entonces no me sentí pez, sino me sentí que era como ellos, que ellos eran yo. Que yo era un ciervo y un puma. Dos criaturas que existen una para devorarse a la otra, dos seres que viven, uno para pastar lo que la naturaleza hace florecer, otro para devorar la carne que crece con los años. Sentí que yo era un ciervo y un puma, pero debía darme una tregua para atravesar aquel río, dejar un momento de acecharme a mí mismo para devorar lo que la razón había construido. Así, debía dejar la ciudad que estas mismas manos habían destruido, pues lo que creí comprender como una realidad compleja sólo había sido un retazo de ella. Para eso estaba la otra orilla, esperándome en la pulcritud de su salvajismo. Porque quizás, algún día, yo debería hacer la ruta contraria desde aquella orilla a ésta.